EL ARTE COMO MODO DE VIDA. LA BELLEZA COMO EL PODER ATRACTIVO DE LA PERFECCIÓN.

Las sociedades industriales nos llevaron a alejarnos irremediablemente de una forma vocacional de vivir, donde el arte ocupaba antes un puesto de primerísima importancia, ya que éste yacía en el sujeto y no en el objeto creado. Hoy el arte se ha vuelto una manifestación de un refinamiento exquisito y las más de las veces hermético, que lo único que ha hecho es que muchos hayan aprendido a vivir sin arte, lo cual es una verdadera catástrofe para nuestra humanidad, y sobre todo, para nuestra espiritualidad. Es sólo desde esta dimensión que podremos comprender en profundidad el verdadero malestar de nuestra actual sociedad y sus ingentes reclamos a la injusticia social y al lucro, banderas que esgrimen hoy con fuerza nuestros teóricos revolucionarios.

En una sociedad intelectual y espiritualmente sana, esto es, en las sociedades tradicionales -y por ende preindustriales-, la armónica relación entre arte y trabajo dista mucho de lo que hoy día tenemos y hemos configurado como hábitos mentales o atmósferas psíquicas de nuestra época. Entender esa relación es clave para saber el inmenso legado que hemos perdido. 

Tan sintomático es este punto que el tema de la realización en nuestros trabajos empieza recién a ser una reflexión de la modernidad y un discurso de nuestra posmodernidad, pues ahora se hace urgente debatirla, pues la escisión del hombre con su trabajo y el fruto de éste es tal, que debe reflexionar  sobre el sentido de éste, algo que sería completamente inútil e innecesario en una sociedad espiritualmente sana porque estaba implicado en la esencia misma de su quehacer, tanto, que su sola reflexión aparecía como algo estéril y redundante.

Para poder entender esto, debemos referirnos necesariamente al concepto de ARTE, condición esencial del trabajo de una cultura de tipo tradicional. Pero no nos engañemos, el concepto de arte en las sociedades tradicionales –tal como lo conocemos nosotros-, no existe. Los griegos utilizan el término Tekné, que bien lo podríamos traducir como “un saber hacer con amor”. 

 

Vitral de la Catedral de Chartes, donde se muestra el trabajo de los albañiles. Fuente: Wikimedia Commons

“…El artista se ha emancipado, y en la conquista de su autonomía, obedece a sus propios instintos, pensamientos o estados anímicos, muchas veces dominado por un profundo sicologismo o sentimentalismo, cuando no está gobernado por un racionalismo feroz…”

Esto tiene varias implicancias. Por un lado el arte no se encuentra en el objeto, como pasa hoy en día, sino en aquel que crea dicho objeto. Es decir, es un “artefacto”, lo que significa que está “hecho con arte”. Esto nos revela que el arte yace en el sujeto. ¿Qué ha pasado hoy? El artista se ha emancipado, y en la conquista de su autonomía, obedece a sus propios instintos, pensamientos o estados anímicos, muchas veces dominado por un profundo sicologismo o sentimentalismo, cuando no está gobernado por un racionalismo feroz, pero su norte es ir tras la ansiada “originalidad” cayendo en el espejismo de las formas. Así el arte se ha vuelto hermético, dejando de conectarse con la vida, y se transforma en un misterio inescrutable y clausurado para el gran público lego, sólo comprensible para unas pocas mentes “lúcidas” y entendidas, que conforman un estrecho círculo exclusivo y excluyente. 

Estamos hablando de gestores, críticos, artistas, galeristas o teóricos del ámbito académico. Siendo así las cosas hay dos caminos: limitarnos a valorar las superficies estéticas, y por tanto quedarnos en la epidermis, en las sensaciones puramente exteriores –sentido original del término estética, aesthesis-, o sentir que el arte ya no es imprescindible para mi vida. Esto último implica aprender a vivir en una esfera donde el arte ya no es necesario y no tiene carácter de fundamental para nuestra vida, pues queda como algo suntuario o un simple placer refinado o excesivo.

Si hoy día hemos entonces aprendido a vivir sólo de pan, al contrario del consejo evangélico, es porque nos hemos ido alejando de un principio fundamental del hombre auténticamente sano, cuyo corazón reposa en Dios. Al contrario de esto, las culturas tradicionales proveían a las necesidades del cuerpo y del alma de modo simultáneo. Para comprobar esto, bástenos observar el más básico de los objetos o artefactos que usaba una sociedad tradicional y comprender que era una forma revestida con un pensamiento que vinculaba siempre el mundo físico con la esfera espiritual, esa escisión no podía existir siquiera. Por tanto, queremos seguir el pensamiento del erudito profesor Ananda Coomaraswamy (1877-1947), experto en estudios de artes tradicionales, haciendo una paráfrasis de su magnífico libro “La filosofía cristiana y oriental del arte” que nos permite entender en profundidad el auténtico sentido de la vocación, donde arte y trabajo se encuentran en un estrecho vínculo indisoluble. 

Él nos plantea que “la mejor explicación de las diferencias existentes entre los objetos de los museos y los de los grandes almacenes la hallamos en la noción de creación vocacional como cosa distinta del ganarse la vida trabajando en un empleo cualquiera. Platón nos recuerda que en estas condiciones –que han sido las de todas las sociedades no industriales, es decir, de aquellas en que cada hombre hace un tipo de cosa, y hace sólo el

 tipo de trabajo para el que es apto por naturaleza y para el cual está, por tanto, destinado- «se hará más, y se hará mejor que de cualquier otro modo». En estas condiciones, cuando un hombre trabaja está haciendo lo que más le gusta, y el placer que le proporciona su trabajo perfecciona la operación. Vemos la prueba de este placer en los objetos de los museos, pero no en los productos fabricados en cadena, que más bien parecen haber sido hechos por una cadena de presidiarios que por hombres que disfrutan con su trabajo. Nuestro anhelo de un estado de ocio es la prueba de que la mayoría de nosotros estamos trabajando en una tarea para la cual nunca podríamos haber sido llamados por nadie más que por un comerciante no por Dios, o por nuestra propia naturaleza”.

De este modo, este autor nos plantea que hemos llegado al punto de divorciar el trabajo de la cultura y de considerar a ésta como algo que debe adquirirse en las horas de ocio; pero cuando el trabajo mismo no es su medio, sólo puede existir una cultura irreal y de invernadero; si la cultura no se muestra en todo lo que hacemos no somos cultos. Hemos perdido este estilo vocacional de vivir, y no puede haber mejor prueba de la gravedad de nuestra pérdida que el hecho de haber destruido las culturas de todos los pueblos a los que ha alcanzado el contacto arrollador de nuestra civilización. 

Catedral de Chartes, Puerta Occidental (Salomón) Marzo. Primavera. La poda de la viña. Fuente: Cristián León G.

Sólo basta pensar en la prodigiosa alfarería desarrollada en e pueblo chileno de Pomaire, heredero de la mejor tradición alfarera de la población autóctona, el pueblo picunche, que desarrollaban modelos tradicionales, y que al irresistible contacto con las fuerzas centrífugas, disolventes y corrosivas de la civilización moderna, destruyó los modelos consagrados por la tradición y sustituyó por el gusto profano y superfluo de los gustos por lo pueril y burdo de la estética de Disneylandia o Hollywood. Todos los países cuentan con cientos de ejemplos de esta extendida destrucción y sustitución sistemática de los valores ancestrales, razón por la cual sería ocioso enumerar. 

Catedral de Chartes, Puerta Occidental (Salomón) Julio. Verano. La ciega de los cereales. Fuente: Cristián León G.

Por tanto, nos acercamos a algo que es de capital importancia comprender, para luego recuperar, si es que creemos en una verdadera restauración de nuestro trabajo como la expresión auténtica de nuestra vocación especialísima que Dios sembró en cada uno de nosotros, y donde Coomaraswamy nos plantea que “El artista no es un tipo especial de hombre, sino que todo hombre que no sea un artista en algún campo, todo hombre sin una vocación es un holgazán. El tipo de artista que un hombre debe ser –carpintero, pintor, hombre de leyes, agricultor o sacerdote- viene determinado por su propia naturaleza, en otras palabras, por su nacimiento”. 

 

Por lo mismo, dado que todos al ser genuinos hijos de Dios, estamos llamados a participar con nuestros mejores talentos en la edificación y conclusión de este mundo, y por tanto todos somos, en el mejor sentido, artistas colaboradores y cocreadores de la Creación, es clave escrutar las voces que hablan en nuestra alma a fin de discernir nuestra propia vocación, cuyo medio de expresión más eficaz y original es el trabajo.

Así siguiendo a nuestro autor “Por tanto, nos encontramos al principio con el problema de la finalidad del arte y del valor del artista en una sociedad formal. Esta finalidad es en general el bien del hombre, el bien de la sociedad y, en particular, la satisfacción ocasional de una necesidad individual”. Por ello, “cuando se ha decidido que se debe hacer tal o cual cosa, el modo correcto de hacerla es con arte. No puede haber un buen uso sin arte: es decir, no hay un buen uso si las cosas no están correctamente hechas. El artista produce algo útil, algo para ser usado. Desde este punto de vista, el mero placer no es un uso”. Así, surge espontáneamente el placer, producto de realizar la operación correcta que permitirá a su vez perfeccionar la operación.

Apenas necesitamos decir que desde el punto de vista tradicional difícilmente podría hallarse un motivo más sólido de condena del presente orden social que el hecho de que el hombre que trabaja ya no hace lo que más le gusta, sino más bien aquello a lo que está obligado

sí como la creencia general de que un hombre sólo puede ser realmente feliz cuando «se evade» o se divierte. Pues aun si por «felicidad» entendemos el disfrutar de «las cosas superiores de la vida», es un cruel error pretender que esto puede hacerse en el ocio si no se ha hecho en el trabajo. Pues «el hombre dedicado a su vocación encuentra la perfección… el hombre cuya oración y alabanza a Dios se hallan en la realización de su trabajo se perfecciona a sí mismo». Nuestra civilización niega a la inmensa mayoría de los hombres este modo de vida, y en este aspecto es notablemente inferior a las sociedades más primitivas o salvajes con las que pueda compararse, afirmará enfáticamente el profesor Coomaraswamy.

“…Por tanto, nos encontramos al principio con el problema de la finalidad del arte y del valor del artista en una sociedad formal. Esta finalidad es en general el bien del hombre, el bien de la sociedad y, en particular, la satisfacción ocasional de una necesidad individual…”

Así, si el hombre asume plenamente el oficio adecuado a su vocación ocurre que él y el mundo son recíprocamente un medio de ordenamiento, pues al ser el mundo una obra de Dios, el que conserva y aumenta la belleza del mundo con su diligencia coopera con la voluntad de Dios. De este modo, el hombre que cuando trabaja está haciendo lo que más le gusta es el que puede llamarse «culto». Esto es, precisamente, lo contrario a nuestra época, en que hemos llegado a considerar al arte y al trabajo como categorías incompatibles, o al menos independientes, y por primera vez en la historia hemos creado una industria sin arte.

Uno de los mayores cargos contra nuestra civilización es el hecho de que los placeres proporcionados por el arte, ya sea durante su ejecución o en la apreciación subsiguiente, no los disfruta, ni se supone siquiera que los haya de disfrutar, el obrero en su trabajo. Se da por supuesto que en el trabajo hacemos lo que menos nos gusta y en la diversión lo que desearíamos hacer siempre. Y esto es parte de lo que queríamos decir al hablar de nuestros  depreciados modelos vitales. No es tan vergonzoso que el obrero esté mal pagado como que no pueda disfrutar por igual con lo que hace por un salario que con lo que hace por libre elección. Como dice el Maestro Eckhart: «al artesano le gusta hablar de su trabajo», bueno, pues al obrero de la fábrica le gusta hablar de fútbol! Una de las consecuencias inevitables que extraña la producción bajo estas condiciones es que la calidad se sacrifica por la cantidad: una industria sin arte suministra el aparato necesario para la existencia;

Viviendas, ropas, electrodomésticos, etc., pero este aparato carece de las características esenciales de las cosas hechas con arte,  a saber, las características de belleza y significación. Por eso decimos que la vida que llamamos civilizada se aproxima más  a una vida animal y mecánica que a una vida humana.

En una sociedad normal, la ocupación es siempre vocacional y por regla general hereditaria; se pretende por lo menos que cada hombre se dedique a la tarea útil para la que está mejor dotado por naturaleza, y con la que puede, por tanto, servir mejor a la sociedad a la que pertenece y al mismo tiempo realizar su propia perfección. 

Como  todo el mundo hace uso de cosas que están hechas con arte –como la denominación «artefacto» indica- y todo el mundo posee algún tipo de arte, ya sea el de pintar, esculpir, herrar, tejer, cocinar o cultivar la tierra, no se siente ninguna necesidad de explicar la naturaleza del arte en general, sino sólo de comunicar un conocimiento de las artes particulares a aquellos que han de practicarlas; conocimiento que es transmitido regularmente de maestro a aprendiz, sin que haya ninguna necesidad de «escuelas de arte». Una sociedad integrada de este tipo puede funcionar armoniosamente durante milenios, en ausencia de interferencias externas. Por otra parte, el contentamiento de innumerables pueblos puede ser destruido en una generación por el contacto devastador de nuestra civilización; el mercado local es inundado por una producción masiva con la que el artífice responsable no 

Catedral de Chartes, Puerta Occidental (Salomón) Oct. Otoño. Engorda de los Cerdos. Fuente: Cristián León G.

puede competir; la estructura vocacional de la sociedad, con su organización gremial y sus normas de calidad, es socavada; al artista se le roba su arte y se ve forzado a buscarse un «empleo»; hasta que finalmente la antigua sociedad se industrializa y es reducida al nivel de sociedades como las nuestras, en la que los negocios priman sobre la vida. 

¿Podemos sorprendernos de que las naciones occidentales sean temidas y odiadas por los demás pueblos no sólo por razones políticas o económicas, sino aún más profunda e instintivamente por razones espirituales? Coomaraswamy plantea en este punto una crítica devastadora a la feroz e industrializada sociedad occidental que avanza sin detenerse, arrastrando consigo todo cuanto cae a su alcance.

 

Panorama Medieval Robert Barlett Fuente: Wikimedia Commons

Catedral de Chartes, Puerta Occidental (Salomón) Julio. Verano. La ciega de los cereales. Fuente: Cristián León G.

Problemas de este tipo sólo son posibles porque en las condiciones imperantes en un sistema de producción que busca el beneficio en vez de la utilidad, hemos olvidado el significado de la palabra «vocación», y sólo pensamos en términos de «empleos». El hombre que tiene un «empleo» trabaja por motivos ocultos y puede ser completamente indiferente hacia la calidad del producto, del que no es responsable; todo lo que quiere, en este caso, es asegurarse una participación adecuada en los beneficios esperados. Pero un hombre cuya vocación es específica, es decir, que está natural y temperamentalmente adaptado a algún tipo de producción y está adiestrado en ella, aun cuando se gane la vida con ello hace realmente lo que más le gusta; y si se ve forzado por las circunstancias a hacer otro tipo de trabajo, aunque esté mejor pagado, es en realidad desgraciado. 

La vocación, ya sea la del campesino, o la del arquitecto, es una función; por lo que toca al propio hombre, y el ejercicio de esta función es el medio más indispensable para su desarrollo espiritual, y en cuanto a su relación con la sociedad, es la medida de su valor. Exactamente en este sentido, Platón dice que «se hará más y mejor, y con mayor facilidad, cuando cada cual haga sólo una cosa, de acuerdo con su genio; y esto es justicia para cada hombre en sí mismo». La tragedia de una sociedad organizada industrialmente de cara al lucro es que al hombre se le niega esta justicia; y una sociedad como ésta arruina literal e inevitablemente al resto del mundo.

Mirando nuestra propia realidad hoy, no negamos que el teórico revolucionario pueda esta perfectamente justificado en su resentimiento contra la explotación económica; en cuanto a esto, Coomaraswamy afirma que bastará señalar de una vez por todas que «el trabajador merece su salario». Pero lo que el teórico revolucionario, en cuanto hombre, y no simplemente en su obvio papel de explotado, debería exigir y apenas se atreve a hacerlo, es una responsabilidad humana por lo que hace. 

Lo que el sindicato debería exigir a sus miembros es una perfección de maestro. Lo que el teórico revolucionario, que no es tan sólo una víctima, sino también un hombre, tiene derecho a pedir, no es el tener menos trabajo, ni el tener una participación mayor en las migajas culturales que caen de la mesa del rico, sino la oportunidad de que lo que hace por un salario le proporcione tanto placer como el que puede obtener en su jardín o en la vida familiar, en otras palabras, lo que debería exigir es la oportunidad de ser un artista. 

Una civilización que le niega esto, simplemente no se puede aceptar. Aquí, justamente, radica el centro neurálgico de la crítica de nuestro autor. Con o sin máquinas, lo cierto es que siempre habrá un trabajo que hacer. Hemos intentado mostrar que si bien el trabajo es necesario, no es en modo alguno un mal necesario, sino que, en el caso del trabajador es un artista responsable, es un bien necesario. El explotado no debería sentirse agraviado tan sólo por el hecho de la inseguridad social, sino por la situación de irresponsabilidad humana que se le impone en las condiciones de fabricación con miras al lucro. 

Debe darse cuenta de que la cuestión de la propiedad de los medios de producción tiene ante todo un significado espiritual, y que sólo secundariamente es un problema de justicia o injusticia económica, mientras el teórico revolucionario se propone de vivir sólo de pan, o incluso de pastel, no es mejor ni más sabio que el capitalista burgués a quien dice despreciar; tampoco sería más feliz en el trabajo sustituyendo muchos amos por pocos. 

Poco importa si quiere prescindir del arte o tener parte en él, si consiente en la inhumana deificación del «Arte» que supone la expresión «el arte por el arte». Por el bien de todos los hombres negamos que el fin del arte sea el arte en sí mismo. Por el contrario, afirmará nuestro autor, que «la industria sin arte es brutalidad»; y convertirse en un bruto es morir como hombre. En ambos casos el hombre no es más que carne de cañón; poca diferencia hay entre morir súbitamente en una trinchera o en una fabrica día tras día.

Recuerda que este artículo también lo puedes leer en nuestra revista digital.

Desplazamiento al inicio

ARS MAGNA

Revista Digital de Arte, Arquitectura y Diseño