NAVIDAD, ES LA FIESTA DEL CUERPO DE CRISTO

“Él quiso ser un niñito, para que pudieras llegar a ser hombre perfecto; él fue envuelto en pañales, para que fueras desatado de los lazos de la muerte; él, en el establo para ponerto sobre los altares; él en la tierra, para que tú alcanzaras las estrellas” El misterio de la Encarnación del Señor (san Ambrosio de Milán, año 382).

San Francisco de Asís tuvo la genial idea de hacer la primera recreación del ‘nacimiento’ con la intención de relevar su carisma de pobreza, y sin querer comenzó una tradición que se sigue repitiendo desde el siglo XIII y ha llegado a cada rincón de este planeta.  Mirando un simple ‘pesebre’ nos enfrentamos a la contemplación del misterio de la Encarnación y Natividad de nuestro señor Jesucristo. Su paso por esta experiencia peregrina y cronológica, hace que nuestra realidad personal y espacio temporal también cambie, y se transforme en algo relevante dentro de la Historia de Salvación. 

Además, que Cristo quisiera quedarse en la Eucaristía, vuelve a juntarnos el cielo con la tierra, y nos da la condición necesaria para hacer de cada misa una nueva fiesta de Navidad donde admirarnos del misterio de nuestra fe que es recibir el propio Cuerpo y Sangre de Dios. Es una nueva posibilidad de conversión para transformar cada uno de nuestros corazones en la cunita más acogedora, para que el niño Dios se sienta cómodo; nos invita de la mano de María a decir que sí al proyecto de salvación, que depende también de esa alianza de amor que ha querido hacer Dios Padre con cada uno de nosotros a través del susurro del Espíritu Santo en nuestras conciencias a lo largo de la vida.

 

La Adoración de los Pastores Anton Rafael Mengs, 1769 1622. Museo dl Prado, Madrid, España

lo que se busca es reencontrarse, hacer consciente la profundidad de nuestros lazos porque nos nececitamos mutuamente e intuimos la renovación del plazo implícito que significa tener estos rituales anuales

CRONOS Y KAIRÓS

Estamos en esta época del año cuando nos encontramos con la fiesta de Navidad, en medio del afan de fin de año, que coincide con el término del calendario civil, lo que nos lleva a pensar en el cierre de muchos ciclos.

Se hacen evaluaciones de logros de todo tipo: los estudiantes terminan sus pruebas sumativas, pasan de curso para seguir con nuevos planes y programas propios del desarrollo educativo; los empresarios miden sus logros, etcétera. Se acerca el año nuevo y se proyectan nuevas metas para renovar compromisos en lo personal y social, respecto de lo ya conquistado. 

La mayoría de las personas entra en esa actitud reflexiva que nos invita a revisar posturas existenciales respecto de lo que queremos de nuestra vida, vocación, trabajo, amistades y familia. Es tiempo de agradecer, valorar y festejar; también de optar por cambios y arriesgar por una nueva esperanza. Todos adecuamos agendas e intentamos hacer coincidir en lo cronológico la cualidad de tiempo necesaria para el encuentro con otros, y así generamos múltiples posibilidades en las muchas ocasiones donde nos juntamos aunque sea por un breve lapso de tiempo o en una ocasión más extendida alrededor de la mesa.

Natividad de Jesús Boticelli, 1473-1475 Fuente: Wikimedia Commons

En todos los casos lo que se busca es reencontrarse, hacer consciente la profundidad de nuestros lazos porque nos necesitamos mutuamente e intuimos la renovación del plazo implícito que significa tener estos rituales anuales, que en la mayoría de los casos muchas veces se dan contemplando un lindo nacimiento del niño Dios o con un árbol perenne con regalos a sus pies, que simboliza la visita de los reyes magos al niño Dios, y ambos están en todas partes como signos visibles  del paso de Jesús por nuestra tierra. Parece obviamente decoración, pero más allá de la belleza se eligen como reconocimiento y recordatorio de la presencia divina, incluso en ambientes no creyentes porque todo el mundo se rindió ante el acontecimiento cosmológico de que Dios salió a nuestro encuentro, y se hizo presente a través de su Hijo para renovar una alianza de amor con todas las personas de buena voluntad. Dios es “superior supremo meo et intimior intimo meo”, San 

Agustín (Confessiones III, 6, 11: Dios supera lo más alto que hay en mí y está más adentro de mí que yo mismo. Año 387). Su paso por la tierra quedó como una marca indeleble frente a la cual hemos decidido, como cultura occidental ordenar la Historia en antes y después de Cristo. El acento está puesto en la eternidad, un ‘Kairós’ o ‘tiempo de Dios’, en cuanto es un tiempo superpuesto al ‘Cronos’ y está referido a la presencia de Dios que irrumpe en la historia humana, en sus tres tiempos, pasado, presente y futuro (Heb. 13). El reconocimiento humano del ‘kairós’, que es esa densidad de la presencia divina en nuestra existencia que hace diferenciar lo sagrado de lo profano, y es lo que queda marcado por su gracia en nuestro tiempo y espacio, dándole una cualidad distinta porque siempre es una invitación a entrar en su esfera y dimensión trascendente. 

Cristo es la puerta de acceso a Dios, su rasgo distintivo es regalarnos el acceso inmediato a Dios, de modo que transmite la voluntad y la Palabra de Dios de primera mano sin falsearla: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (evangelio según san Juan 9-10).

Desde el punto de vista litúrgico el año calendario termina con la fiesta de Cristo Rey y comienza con el tiempo de Adviento, corresponde a la espera anterior y de preparación  creyente a la Natividad, y es el comienzo del año litúrgico de la Iglesia Católica.

Esta época del año invita a la comunión que en esencia busca la reconciliación con todos, un regalo de paz y amor para comenzar un nuevo ciclo desde lo bueno, lo bello, lo verdadero y lo uno: esos trascendentales ónticos con los que todos buscamos profundamente sintonizar y que son los

recursos culturales profundamente humanos que el cristianismo ha regado por el mundo y al que toda persona puede acceder, incluso sin entrar desde la fe, a ese discurso que busca la unidad, verdad, belleza y bondad. 

LA DIMENSIÓN DE COMÚN UNIÓN Y SACRAMENTO

Cristo es el eje de la Historia, el punto de unión para la humanidad. Así la vida de Jesús puede ser leída en clave de sacramento como signo de unidad que santifica. La naturaleza divina se revela de modo sacramental, como signo y realidad divina que se regala para todos y cada uno; porque la vida misma de Jesús reveló su naturaleza, su ser Dios, lo que por medio de Jesús se realizó, sigue aconteciendo hoy en medio de nuestra historia.  Si además se mira desde la etimología griega (res sacra) es definido con el concepto misterio y nos comunica que sacraliza la realidad. Entonces, “Jesús mismo es el sacramento de Dios, el misterio oculto que por voluntad divina debía revelarse, mostrando la verdadera naturaleza divina, llevando a plenitud la historia de la Revelación de Dios a los Hombres” (“Jesús el Cristo”, Walter Kasper, 1933). 

En la santa misa Jesucristo nos une y constituye como comunidad, nos hace una sola Iglesia, esto se aplica a todas las eucaristías donde hacemos comunión. Jesús quiso quedarse en algo simple como el pan para que todos tuviéramos acceso al memorial de su muerte, y el milagro no es la simple transformación de la sustancia de trigo o uva, porque eso sería magia (sin desmerecer la maravilla de Orvieto y otros milagros eucarísticos). 

Hay que tratar de entender que la difícil palabra ‘transubstanciación’, no es el foco del acontecimiento sacramental. Lo relevante y realmente impresionante es que Dios se quisiera quedar escondido a través de algo tan insignificante para producir unidad. La eucaristía es el milagro de amor que ayuda a valorar y adorar el misterio de la corporalidad de Cristo. En el altar los creyentes le damos como ofrenda al Padre nuestra propia vida, estamos realmente presentes también en la hostia y cáliz, porque nos unimos y proponemos como ofrenda nuestra propia vida; y al descender el Espíritu Santo lo transforma en Cristo para comulgar y conformarnos más a su Cuerpo (en el que ya estamos injertados por el Bautismo). Lo importante de la misa es que todos estamos invitados a la fiesta de reconciliación: ese encuentro para mirarnos como hermanos. Urge poder celebrarla, restablecer la comunicación con los otros y con Dios (el Otro) que es  

condición de posibilidad para el perdón, la sanación y todo lo que es bueno para hacer conversión permanente hacia Dios: “Es la sociedad humana la que hay que renovar. 

Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Gaudium et Spes 3). El Cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, que también se hace cuerpo para la salvación del mundo.

En el sacramento de la comunión, precisamente la transubstanciación, implica también que nuestro cuerpo y mente se configuren con el querer de Dios. Escuchando la Palabra de Dios se produce la necesaria conversión de los corazones para que en conciencia los otros realmente nos preocupen, así nos transformemos en verdaderos hermanos y hagamos una sola verdadera Iglesia. Esto implica descubrir que la relación con Dios no es algo privado y personal solamente, consiste también en la dimensión horizontal del testimonio de vida, solidaridad y caridad que muestra lo necesario que son concretamente los otros para nuestra salvación universal y personal.

Anunciación Bartolomé Esteban Murillo, 1655 - 1660 Fuente: Museo de Hermitage, S. Petersburgo, Rusia.

Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad

Por ejemplo, al rezar “danos el pan de cada día” no estamos pidiendo que mágicamente caiga pan del cielo o la Providencia Divina regale pan al que no lo tiene. Jesús nos enseñó a pedir lo que necesitamos para que nuestra voluntad se vaya sintonizando con la voluntad divina y así nosotros vayamos al rescate del que no tiene

pan.  El problema viene cuando los creyentes nos conformamos con tener una relación ‘privada’ con Dios y nos olvidamos de la dimensión comunitaria de la fe que aporta necesarios espacios de diálogo, escucha de la Palabra, y que da expresión verdadera de humanidad cuando nos hacemos fermento en la masa. Cuando una cultura incluye a la religión tiene una fuente de armonía donde encontrar un espacio abierto de diálogo y sana amplitud mental tan propia de la catolicidad (Amoris Laetitia 139).

Hoy se quiere excluir a la religión cristiana de los ámbitos educacionales y políticos como si la apertura a lo trascendente propia de la visión religiosa no fuera un referente cultural necesario, se intenta sacar de raíz la revelación divina que ilumina y perfecciona lo humano. Lo anterior ha generado un subjetivismo que sigue parámetros funcionales como el ‘descarte’ hasta de la persona, rompiendo cualquier comunión posible con la sacralidad y el misterio de la vida. El Papa Francisco encarna muy bien esa voz que clama en el desierto de hoy, proponiendo un estilo de hacer comunidad eclesial distinta a como se vivía antes.

Nacimiento de Cristo David Bjorgen Fuente: Wikimedia Commons

Su invitación incluye su carisma: el discernimiento, para tomarse la fe más en serio, ‘dejar de balconear’ y no sólo seguir el rebaño. Propone vivir dentro de la Iglesia Católica de forma más consciente para que no haya más abusos de ningún tipo, con más horizontalidad y saliendo a las periferias, un estilo más abierto y menos jerárquico, con menos clericalismo y menos misoginia. La Iglesia debe poner en el centro a Dios y la expresión de su amor, no de poder: “misericordia quiero y no sacrificios” (Oseas 6, 6).

 

LA FE ES MUCHO MÁS QUE UN CREDO

Pasar a formar el cuerpo místico de Cristo implica la conversión de cada uno de los creyentes para  ser otros Cristos y tener un solo corazón; es una oportunidad siempre actual para entender que gran parte de la Iglesia la formamos los laicos. Por lo tanto, gran parte del trabajo de testimonio cristiano debiéramos hacerlo nosotros mismos y no descansar en el clero. Ya lo dijeron los obispos en el concilio Vaticano II: “Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano.

En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre” (GS 57). 

Los cristianos entonces debemos ser faros del mundo y factores de cambio social: ‘sal y luz del mundo’ (evangelio según san Mateo 5, 13).  Dejar de ser una Iglesia que no quiso saber nada de los avances científicos para ser una que ve ‘un deber eclesial permanente en escrutar las categorías del mundo’ (GS 4); y tener autocrítica al interpretar el fenómeno del ateísmo reconociendo responsabilidad de la misma iglesia por la falta de testimonio coherente en la vida cristiana (GS 19). 

La Adoración de los Magos Vitral hacia el 1400 Museo del Louvre, París, Francia

…no debiera haber un lugar más inclusivo y acogedor que la Iglesia Católica, porque toda acción eclesiástica debe brotar de las mismas opciones y actitudes de Jesucristo, quien nunca hizo exclusión de personas

Cuando la Iglesia recién daba sus primeros pasos en la evangelización del mundo, se comprometió con la salvación desde la universalidad, tan propia del acontecimiento que significó la muerte y resurrección de Cristo. Con su identidad apostólica, nunca se entendió a sí misma como una secta. En su intento de unidad desde la santidad y catolicidad original, se inauguraba el cristianismo ya desde el primer concilio en Jerusalén sin distinción de razas ni sexo. Esto se lee en el libro Hechos de los Apóstoles 15: san Pedro como primer Papa decidió, junto con el Espíritu Santo, no imponer la circuncisión a nadie que fuera a pedir el bautismo. Así la Iglesia desde sus orígenes bautizó indistintamente a hombres y mujeres de todas las edades y de todo origen cultural. 

Lo anterior hace pensar que no debiera haber un lugar más inclusivo y acogedor que la Iglesia Católica, porque toda acción eclesiástica debe brotar de las mismas opciones y actitudes de Jesucristo, quien nunca hizo exclusión de personas: Él es el amor por antonomasia, ‘manso y humilde de corazón’ (Mateo 11, 29); es fuente de inspiración para actualizar la caridad y explicación del porqué el cristianismo siempre se ha inclinado por las víctimas. Sin embargo, esa opción por los marginados y pobres nos incomoda, mucho católico prefiere acomodar la espiritualidad cristiana a la mera repetición de ideas como si el sentido de la revelación se redujese a un Credo o explicación de mundo solamente y no a una ética consecuente a la libertad de conciencia que nos regala. Es una invitación radical a la conversión total y permanente.

Hay algo paradójico respecto de la libertad o vida plena que han promovido las religiones a lo largo de la historia, y nuestra Iglesia Católica no estuvo exenta de algunos excesos para justificar la imposición de una forma de pensar y estilo de vida. Prácticamente la misión se entendió como una imposición de la fe, así la evangelización arrasó con gran parte de las culturas indígenas porque se interpretó la autoría divina de la revelación como una excusa de poder supremo de ideas, más que como una clave de servicio para la instauración del Reino de Dios en la 

tierra. Desgraciadamente, a veces hemos visto cómo se siguen repitiendo actitudes fundamentalistas hasta hoy, como el repetir frases sacadas del contexto bíblico para usarlas a modo de exigencia moral; sin la debida comprensión de esas palabras ni de la búsqueda del verdadero significado que tienen para la actualidad. No es correcto porque para el mundo católico es tan importante la Sagrada Escritura como la Tradición de la Iglesia, al mismo tiempo que el sentir del pueblo creyente y religiosidad popular, guiada por el Magisterio.

EL AMOR ES LO MÁS IMPORTANTE

Desde el punto de vista cultural, la modernidad es cuna del humanismo y se caracteriza por una ruptura de la unidad propia de la mentalidad del mundo tradicional y que provocaba el predominio atribuido a la razón, que aspira ha ejercerse libremente, sin ninguna tutela extra racional 

y por encima de toda autoridad: sea de la misma tradición cultural, de la religión, del poder político o de cualquier tipo. En ese renacimiento cultural, la apologética recurrió a la filosofía como mediación teológica con silogismos metafísicos e históricos para hacer creíble el hecho de que Dios nos ha hablado, desarrollando una larga escolástica y promoviendo el acto de fe propiamente

tal: recurriendo a la voluntad humana y a la gracia divina para suplir la falta de evidencia cognoscitiva. Siguiendo la línea de la apologética clásica, racional y filosófica,  se ve como la Teología buscó hacer hablar a Dios, a su Palabra. La palabra ‘Logos’ adoptada del griego quedó asimilada a la lógica o razón y se entiende porqué mayormente la Teología va a lo informativo, ‘va a la cabeza’ corriendo el riesgo de sólo dar discursos para la inteligencia sin producir ‘metanoia’ (conversión de vida). 

Buscando un debate fructífero, hoy se intenta llegar hasta los presupuestos metafísicos de lo que está en discusión abriéndose a lo teológico (“Insight”, de Bernard Lonergan). Sin embargo, cuando la Tradición habla de Revelación se refiere a la Palabra de Dios y usa el término semita ‘dabar’ que no pretende informar sino transformar desde el amor porque Dios ‘habla al corazón’ y es palabra eficaz. Lo que se descubre con la Palabra es que busca motivar la conciencia humanizadora del sentido en la existencia: debe suscitar más relación humana y no más relación de poder, se trata de cómo la sociedad debe ser más  relacional y la religión estar al servicio de la humanidad; porque si el hombre usa el poder sin servicio, cae en la competencia a costa de los demás: eso deshumaniza la comunión y sociedad.

 El mundo moderno ha creado las ideologías y utopías, explícitamente no religiosas, pero con rasgos extraordinariamente semejantes al de las religiones. Se da aquí la paradoja del ser humano: porque es libre, puede ir contra los llamados de su naturaleza profunda. Dicho de otro modo, el ser humano puede actuar contra su naturaleza, pero no la puede extirpar. La espiritualidad es parte inherente de la naturaleza misma del ser humano, es esa capacidad religiosa que trasluce su imagen y semejanza divina porque la persona es capaz de Dios (‘Capax Dei’, san Agustín). Pero esa capacidad de diálogo está peligrando por el desalojo de la religión en la cultura y ese espacio busca ser llenado de inmediato por algún sucedáneo. 

Si bien muchas veces preferimos sentir seguridades en un sistema fijo de ideas y pensar que el dogma no cambia, la comprensión del dogma si lo hace: tanto su lectura como transmisión son susceptibles de progreso. La tradición teológica no puede permanecer rígida, es una tradición eterna, por eso es viva y renovable justamente porque se transmite de generación en generación, y se asumen variaciones. La salvación en Cristo, es antropocéntrica, perenne y divina. Por lo tanto, depende del testimonio de fe, su necesaria adaptación cultural y temporalidad Sólo puede creer de verdad quien se ha hecho preguntas y ha encontrado en Jesucristo una respuesta auténtica y personal: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est, Benedicto XVI). 

Sólo los ojos de la fe perciben el encuentro con el Señor en su absoluta profundidad que es “camino, verdad y vida” (evangelio según san Juan 14, 6). El intelecto debe iluminar la vida para transformar la fe en actos: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?” (Stgo. 2, 14). El cristianismo no es filosofía pura, sería como la ‘mala fe’ que criticaba Sartre; debe aportar más que solo ideas porque si el pensamiento no se actualiza desde el corazón, es una fe muerta y un pensamiento vacío. La religión tiene sentido si perfecciona la vida, si trae alegría plena y vivifica para sintonizar con más amor, con el Amor. Por eso von Balthasar decía que “lo único ‘digno de creer’ es el amor”. Lo que vale es la superación del narcicismo, la decisión en alteridad y desde ahí abrirse a la trascendencia: la compasión es el criterio del evangelio (Mateo 25). Dios es amor gratuito (‘Hen’, ‘hesed’, ‘rahamin’), y bajo la pregunta por el ‘sentido’ (no sólo causal), todo queda relativizado desde una decisión de amor; porque la religión católica no nos entrega algo sino el encuentro con Alguien, y con todos.

“Pongamos nuestras manos en las manos del Niño Divino, respondamos con un ‘Sí’ a su ‘Sígueme’ y entonces seremos de verdad suyos y el camino estará libre para que su vida divina llegue a nosotros” (Edith Stein, Navidad de 1931).

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