LUNES O LA FIESTA IMPOSIBLE; DOMINGO O LA FIESTA INTERMINABLE

Tiempo atrás, un conocido me realizó un singular comentario, mientras escuchábamos a todo volumen una espléndida versión de Pavarotti del aria Nessun dorma. Era la primera vez que la oía, y cuando terminó, dijo: “esta canción tiene un solo problema: ¡que se acaba!”. Celebré la salida y no pude sino concordar con él, mientras imaginaba escuchándola una y otra vez, y en particular el hermoso “do de pecho” que constituye el culmen de la canción. Naturalmente, la idea de oírla infinitas veces sin que terminara transformándose en análoga tortura, requeriría que estuviese siempre acompañada de un idéntico éxtasis al que el clímax de ese aria puede llevar, y cuyo fin lamentaba mi amigo. Pero sea como fuere, el aria siempre llegará a su término.

En verdad, todo clímax posee siempre algo de total, de summum unificante”, capaz de dar un sentido global a su contexto. Al estar insertos en una temporalidad, implican siempre algún tipo de sucesión y dirección, pero al mismo tiempo contienen también una dimensión definitiva, de meta de ese movimiento y, de alguna manera, se sitúan fuera del tiempo. Visto así, un clímax es más que un desenlace, pues poseen mayor intensidad vital y una trascendencia propia. Piénsese en el sí de unos novios, en el momento cúlmine del amor; pero también en el de una obra literaria, en el de una batalla (al menos para el bando ganador) y hasta en un gol importante.

Ahora bien, parece existir una estrecha relación entre el clímax y las fiestas. Estas, cuando son genuinas, significan celebración, que es como un desborde de vida, del que participa al menos un grupo de personas. La disposición festiva supone más o menos conscientemente una actitud de gratitud ante alguna “instancia” o “realidad” que nos ha beneficiado con algún don que, de una u otra forma, proviene “de lo alto”. Pero junto con lo anterior, la fiesta requiere también de algún tipo de orden o estructura, una dirección hacia un culmen, a un momento que le otorgue un sentido global a la fiesta. Y esto coincide, a fin de cuentas, con un clímax. Por otro lado, la fiesta es además una detención en el diario vivir, marca un hito en el curso normal del tiempo, es un punto al que se “llega”, y que implica por lo general uno o varios días “perdidos”, por improductivos y casi siempre costosos. 

Celebración Fiesta de la Virgen. El Tambo, Valle de Elqui. Fuente: Portal Santuario Elqui santuarioelqui.cl.

“…La disposición festiva supone más o menos conscientemente una actitud de gratitud ante alguna “instancia” o “realidad” que nos ha beneficiado con algún don…”

De esta manera, la fiesta en más de un sentido está situada como fuera del tiempo: todas ellas son como un clímax del transcurrir del año, tal como el domingo lo es de cada semana (“es el día más importante”, suele repetirse). Y así como cada semana esperamos llegar a los días de descanso, también en el marco del año completo nos sorprendemos “saltando” en nuestra imaginación de fin de semana largo en fin de semana largo y aún más, de vacaciones a vacaciones.

En todos estos casos se percibe un deseo implícito de detener el tiempo. Y aun dentro de estas mismas detenciones, y principalmente en las más propiamente festivas, también cabe aguardar alguna suerte de clímax, que “lleve a su consumación” a ese mismo tiempo de “para”. 

Más que de un descanso para reponer energías, se trata del ocio, ese tiempo vital fecundo que tampoco es de trabajo; cuando ni se descansa ni trabaja, el espíritu se dirige naturalmente hacia la fiesta, como también los otros grandes bienes propiamente humanos, como el cultivo de la amistad, el estudio desinteresado o la contemplación de la belleza. Pero a su vez, también la fiesta se encamina a un momento culmen, a su propio clímax, los cuales comportan siempre algo de decisivo y también de extático. 

 

Celebración Pascua de Resurrección Fuente: Durham Parks and Recreation

Acertadamente destaca Pieper la nota de derroche que suelen – ¿que deben, incluso? – comportar las fiestas. De riquezas materiales, las que se pueda, pero sobre todo de lo que el autor llama “riqueza existencial”. La fiesta supone siempre una ocasión especial, y el acto mismo de festejar es refractario tanto de la mezquindad material, pero todavía más de la del espíritu. En verdad, toda celebración exige de los participantes una disposición interior mínimamente “sobreabundante”, y de aquí el sentido de una aguda sentencia de Nietzsche, citada por el mismo Pieper: “no es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella”. Ese mismo necesario derroche celebratorio e incluso un cierto nivel de dilapidación, supone al mismo tiempo olvidarse de futuras necesidades, que se verán momentáneamente ignoradas y hasta despreciadas. 

La disposición a “que no se note pobreza” es necesaria para celebrar apropiadamente, como también aquella otra que dictamina que para las grandes ocasiones se debe “tirar la casa por la ventana”. O en otras palabras: se ha de celebrar como si no hubiera mañana, como si el pasado y el futuro fueran a quedar sintetizados y abolidos y el goce no fuera a tener fin.  Pero luego, siempre asoma el más grande de los aguafiestas: el lunes. 

Este impopular día suele repeler, porque llega a acabar con el descanso y el ocio del espíritu, nos “devuelve a la realidad” -al menos a esa más primaria y cotidiana-, y sobre todo porque nos recuerda la imposibilidad de una fiesta de verdad interminable y definitiva, a la que no le pueda hacer mella ningún “día siguiente”. La sombra del lunes nos viene a decir: nada es para siempre. Y así, a toda fiesta sobreviene una vez más la planicie, el incesante y pesado transcurrir de la vida. 

Y si, por así decir, será propio del miércoles un acostumbramiento a lo prosaico de la existencia, y del viernes la esperanza, al lunes le corresponde devolvernos a nuestra condición de viadores y enrostrarnos una vez más aquella sentencia bíblica del “ganarás el pan con el sudor de tu frente” o, en una palabra, arrojarnos nuevamente al fluir del tiempo. El lunes convierte también las fiestas quizás un bello recuerdo posible de atesorarse para siempre en la memoria, pero que habrá quedado irremediablemente atrás. 

El filósofo Byung Chul Han, en La desaparición de los rituales, uno de sus últimos libros, ha descrito con lucidez este punto: los ritos -dentro de los cuáles ha de incluirse la fiesta- tienen como finalidad ayudar al hombre a “habitar el tiempo”, y a otorgarle “un hogar en la temporalidad”. 

Y a propósito, refiere unas elocuentes líneas de Antoine de Saint-Exupéry, tomadas de La Ciudadela: “Los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio. Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos. Bueno es que el tiempo sea una construcción. Así voy de fiesta en fiesta, de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia”.

Es propio de las fiestas rituales su repetición, pues se encuentran insertas en un ciclo que siempre recomienza, y de esta manera contribuyen a humanizar el paso del tiempo, posibilitando mirar la vida con algún sentido de totalidad. El lunes arruina la fiesta, pero luego el domingo o fiesta siguiente manifiesta otra vez la resistencia humana a diluirse en el solo transcurrir, y muestra también que la irrefrenable marcha del tiempo no impide que de tanto en tanto seamos verdaderamente capaces de detenerlo. 

 

En la misa de Jueves Santo, en la oración para después de la comunión, se reza lo siguiente: “Concédenos, Dios todopoderoso, que la Cena de tu Hijo, que nos alimenta en el tiempo, llegue a saciarnos un día en la eternidad de tu reino”. Toda ocasión festiva de tomar este alimento sobrenatural, pero también de los alimentos espirituales de orden natural, significan preparación, real adelanto de la única fiesta interminable capaz de derrotar a la fugacidad de esta vida. 

En ella, todo clímax vital se hallará contenido y sintetizado en tan solo uno, imperecedero y el más intenso posible. El lunes, habrá de quedar así definitivamente abolido. 

Así las cosas, aquel amigo, en la medida en que haya aceptado la universal invitación, no tendrá ya que lamentar el final de ningún aria, y podrá oír extáticamente las más sublimes notas, pero a cuenta esta vez de los Coros de los Ángeles.

CELEBRACIÓN EUCARISTÍA CATÓLICA. OTRO TIPO DE CELEBRACIÓN. FUENTE: PEXELS.

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