RODÓ Y LA DEFENSA DE LA VIDA Y DEL ESPÍRITU

A los jóvenes, pero también al hombre maduro de nuestros tiempos le sería de gran provecho y soporte vital una lectura como la del Ariel, de Rodó, que vio la luz en 1900.   Sería difícil, sin embargo, concebir una época más refractaria que la actual a un texto de esta naturaleza. 

Primero, porque pocas cosas le serían más extrañas a tiempos como los actuales de prosaísmo sumo, que el refinamiento y preciosismo típicamente modernista del pensador uruguayo. Así como el burgués y la mentalidad burguesa fueron en su tiempo los adversarios naturales de esta corriente, hoy en día su enemigo fundamental -más fiero quizás que el primero- lo será el hombre consumista y la sociedad del consumo, o su primo hermano, el hombre tecnológico de la época tecnológica. 

A la par de la dificultad intrínseca que un texto como el Ariel pudiera suponer para el hombre de hoy, habitante de un mundo mezquino en palabras, sin tiempo y eficiente, de tristes alegrías -serio, por tanto-, existe otra dificultad tanto peor que la primera: el hecho de que el mundo actual se ha vuelto completamente inmune a la vida del espíritu y ante el hecho de su misma existencia. caracterizar tal tipo de vida, y demostrar su preeminencia, esta es la naturaleza del cometido de Rodó y de su Ariel.

Quizás podría decirse que, hasta cierto punto, Rodó se habla a sí mismo. Por mucho que el orador de la ficción sea el un “viejo y venerado maestro” al que sus alumnos apodan Próspero, quien escribe es un joven Rodó de 29 años. 

“…Por mucho que el orador de la ficción sea el un “viejo y venerado maestro” al que sus alumnos apodan Próspero, quien escribe es un joven Rodó de 29 años. …”

Es a sus coetáneos a quienes pretende comunicar su propia y juvenil síntesis vital apenas alcanzada y que, se podría aventurar, brota y se pule en la medida en que la escribe. Pero no por relativamente temprana, inmadura: se trata de -dicho en lenguaje agustiniano- de su “palabra interior”, de una “palabra amada” ya bien delineada y dispuesta para ser compartida. La esperanza que emana del Ariel delata quizás la edad del autor.

Es cierto que a un hombre mayor, ya maduro o más anciano como lo es Próspero, no tendría por qué brotarle necesariamente una palabra escéptica y desencantada; pero también es verdad que, por su experiencia, la visión de las posibilidades de la juventud de un hombre mayor suele ser más es realista, lo que no acaba con la esperanza, pero la hace racional y aterrizada. En cambio, el hablante aquí destila una esperanza en estado puro, y esperanza sobre todo en la propia generación, lo cual es una auténtica -y también quizás necesaria- impronta de la etapa juvenil. Como con realismo y algo de humor dice en algún lugar Santo Tomás de Aquino, “la juventud es causa de esperanza, pues los jóvenes tienen poco pasado y mucho futuro”. 

Pero es verdad: solo la sombra queda de una genuina juventud cuando una determinada generación carece de empuje y de confianza desmedida en las propias fuerzas, y el engreimiento respecto de ellas será más natural y más sano que un “realismo” acomodaticio y enteramente servil ante el establishment, algo hipócrita y sobre todo estéril, actitud más perdonable quizás y comprensible en el hombre maduro que no tiene tanto que ganar pero sí mucho que perder. 

Un joven “entregado”, como sin fuerzas-, es un triste joven, vale decir, un triste panorama. La fe en el porvenir ¬-dice Rodó derechamente-, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo”. Pero un poco más adelante hace una fundamental precisión: la fuerza propia de la juventud, que es un precioso tesoro, es dádiva de la naturaleza; pero es de las ideas que aquél sea fecundo o que se prodigue vanamente.

 

La clave no es la sola fuerza de la voluntad e ímpetu, sino que lo son las ideas, su hondura y verdad; pero también y sobre todo es la nobleza de las metas lo que permite la fecundidad. ¿Madurará en realidad la esperanza?”, se pregunta nuestro ensayista: es solo así que í vendrá el fruto, y no solo por necesidad cronológica.

Y de esto puede decirse que es de lo que trata en gran medida el Ariel: de la fecundidad humana. O dicho con mayor precisión, de la fecundidad del espíritu. O pretendiendo extremar la exactitud: del espíritu humano en cuanto sinónimo de fecundidad y libertad, como origen, receptáculo y reverbero de todo lo bueno, bello verdadero del mundo. Y también es temática central de la obra la contracara: la denuncia de la mentalidad utilitarista o positivista, verdadera némesis del espíritu, que se encontraba por entonces en su apogeo, y que a juicio de Rodó se encontraba encarnado sobre todo por Estados Unidos.  

No por nada a la corriente en la que se le suele situar a Rodó se le ha llamado “espiritualismo literario”, en la que se sitúa también a Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Édouard Rod y a los rusos Dostoievski y Tolstoi, en buena media inspiradores estos últimos de la corriente. ¿Y qué tenían en común todos ellos ante sí, contra qué parecen están reaccionando o contestando? Entre otras cosas, al naturalismo de Zola o, en términos generales, al cientificismo o la mentalidad positivista. Teniendo presente a estas corrientes se hace posible intuir lo que podía significar para estos escritores algo tan amplio y etéreo como el concepto de espíritu. 

Ambas suponen la decisión de apegarse a explicaciones constatables, ciñendo su interés a lo empíricamente observable y medible, y percibiendo únicamente motivaciones humanas cuantificables, útiles o biológicas, susceptibles de describirse con pretendida tota claridad. En pocas palabras, se trata de la total inadvertencia de la existencia y eminencia de las manifestaciones propias del espíritu humano que, por el contrario, no se pueden palpar ni predecir en sus acciones, son irreductibles a explicaciones causales universales -trascienden por mucho el nivel explicativo de la biología- y revelan anhelos que van mucho más allá de lo útil y lo placentero, y que se sitúan más bien en el orden de lo gratuito y valioso por sí mismo.

Por todas partes se encuentran en el texto palabras y expresiones que remiten a la “dimensión espiritual” del hombre, señalándolo una y otra vez como el ámbito más propiamente humano, inefable mas no por ello menos concreto: “vida interior”, “intereses del alma”, “libertad interior”, “reino interior”, “integridad natural de los espíritus”, “desarrollo armónico de las facultades del espíritu”, “perfeccionamiento moral”. 

Si es cierta aquella sentencia de Aristóteles según la cual “un pequeño error al comienzo se transforma en un gran error al final”, la posibilidad en el hombre de una vida del espíritu, según sus potencialidades más nobles, quedará truncada si llega a olvidarse de que el “lugar” donde principalmente habita el ser humano es en su “santuario interior”, donde realmente se comprenden los bienes, se los valora, atesora y disfruta, y de donde emanan todas las genuinas novedades y aportes personales. 

 

 

Pues bien: todo esto es lo que indefectiblemente impide a la larga una mentalidad utilitaria y prosaica de la existencia. Este es, en buenas cuentas el enemigo al que combate Rodó, y que no es difícil ver que a 120 años de su publicación no ha hecho sino crecer desmesuradamente. La más fácil y frecuente de las mutilaciones -sentencia nuestro autor- es, en el carácter actual de las sociedades humanas (¡y cuánto más en las de nuestros días!), la que obliga al alma a privarse de ese género de vida interior, donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles que, a la intemperie de la realidad, quema el aliento de la pasión impura y el interés utilitario proscribe: ¡la vida de que son parte la meditación desinteresada, la contemplación ideal, el ocio antiguo!

Hasta cierto punto el Ariel es un tratado educativo, cuya premisa fundamental consiste en que la formación humana, que exige el desarrollo de las distintas facultades y capacidades humanas, requiere sobre todo la integración entre ellas desde un principio de orden que permite el ulterior despliegue de lo más noble del ser humano, que es su espíritu. En palabras del autor, la educación consiste en el libre y armonioso desenvolvimiento de nuestra naturaleza, e incluye, por tanto entre sus fines esenciales el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso. Solo teniendo esto en cuenta podrá evitarse el desarrollo mostrenco de las capacidades humanas, que posterga y ahoga el despliegue del espíritu en aras de algún tipo de especialización, a la que empuja necesariamente la concepción utilitaria de la vida, movida siempre y esencialmente por el interés. 

Podemos unir ahora esta última idea con la anterior: la educación, al menos desde una perspectiva formal, ha de pensarse, tanto desde su punto de partida como el de llegada, desde la perspectiva del “santuario interior” de cada hombre, a saber, de su espíritu, de lo íntimo e inefable, de lo personalísimo de cada cual. Es desde esa fuente o santuario desde donde brota, transcurre y descansa todo lo noble del ser humano: donde acontece “la contemplación sentida de lo hermoso”. Esta -por así llamarla- “doctrina” de Rodó, evoca de algún modo en su forma de expresión a la del Maestro Eckhart, aquel controvertido pero profundo teólogo del siglo XIV. “Hay en el alma -dice el dominico alemán- un poder que en sí mismo es libre, una pequeña chispa… libre de todo nombre y vacía de todas las formas… Ahí, Dios florece eternamente, y es siempre verde en su divinidad”. 

El hecho de que esta chispa, el punto más interior del espíritu, no solo existe sino que constituye además lo más real del ser humano, y que por extensión es el lugar donde transcurre y emana lo decisivo de la vida humana, es una premisa que probablemente Rodó compartiría, y que concedería también como fundamento y meta de la educación: vivir en la chispa, de la chispa y -como corolario- para el Creador de la chispa.

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