ESPEJOS DE SÍ MISMO EN JORGE LUIS BORGES

“No lo puedo creer.  ¿Usted es Borges?” –interrogó al escritor, sorprendida, una señora que lo encontró en el vestíbulo de un edificio en Buenos Aires.  “A veces, señora, sólo a veces”, le respondió nuestro autor con esa fina ironía, amante de las paradojas, que con tanto acierto cultivara durante toda su vida.  Esta anécdota, recogida de ese amplio racimo de historias que rodean al literato trasandino, permite referirme a lo que me atrevo a llamar los “espejos de sí mismo” en Jorge Luis Borges.  Valga antes una consideración.  El titulo de este artículo no es casual y a lo mejor tampoco tan exacto.  

En primer lugar, no es casual, porque a Borges le interesaban los espejos, o dicho de mejor manera, le interesaba el simbolismo, el sello sugerente, las posibilidades que ofrecen las imágenes duplicadas que se reflejan en un espejo.  De alguna manera, todo espejo ofrece una imagen melliza de aquello que se le pone delante y una confrontación casi desnuda con la realidad de lo que se observa en ese vidrio en ocasiones hasta inmisericorde.  En segundo lugar. no es tan exacto, porque mientras escribía estas líneas el tema se ramificaba en otras direcciones, apuntaba a otros aspectos.  Esto último, sin embargo, no es tan extraño, dado que Borges es un autor que exuda una diversidad de rostros desde los cuales ser abordado.   

Sea como sea, al hablar de los espejos de sí mismo, en este caso referido a Borges, es posible aludir a distintos ámbitos, pero principalmente al yo, a la propia escritura, a la relación entre ambas y, por supuesto, al vínculo –o a la falta de vínculo- entre el autor y su tierra, su nación, su lengua.  Creo factible sugerir que Borges fue un escritor de la identidad, un retratista de ella, pues a cada rato hallamos en sus palabras reflexiones sobre sí mismo y su escritura, o acerca de su idea de lo que tendría que ser un escritor y respecto de lo que podríamos denominar “asuntos de nacionalidad o de ciudadanía”.  

José Luis Borges ya con problemas de visión. Fotógrafa: Alicia D’Amico. 1963 Wikimedia Commons.

…Creo factible sugerir que Borges fue un escritor de la identidad, un retratista de ella, pues a cada rato hallamos en sus palabras reflexiones sobre sí mismo y su escritura, o acerca de su idea de lo que tendría que ser un escritor…

Algunos de estos espejos de sí mismo, de estas expresiones que, por ejemplo, configuran tanto un autorretrato como un boceto sobre su país, se hallan en una entrevista concedida por él a Patrick Sery para el número 85 de L’Evenement du jeudi: 

“… soy tan poco argentino.  Soy un cosmopolita que atraviesa fronteras porque no le gustan.  Aprendí el inglés antes que el español; cursé mi bachillerato en Ginebra.  Tengo una gota de sangre india, de la que no me siento particularmente orgulloso; dos gotas de sangre española, una gota de sangre portuguesa, una gota de sangre inglesa, una gota de sangre francesa, al menos me gusta creer que la tengo, aunque bien podría ser apócrifa.  Tengo también una gota de sangre judía, como todo el mundo.  Nosotros, americanos del norte y del sur, somos europeos exiliados”.  

Aquí aparece, entonces, una primera afirmación que exige una interpretación.  En primer término, la poca pertenencia que Borges sentía hacia su país.  Se identifica escasamente con Argentina, más bien toma distancia de ella y de su idiosincrasia.  Probablemente de manera irónica, asume múltiples orígenes o pertenencias, y no una sola.  Como expresa en la cita precedente, se reconoce un argentino “poco argentino”.  

José Luis Borges Fotógrafa: Annemarie Heinreich 1967

Esta lejanía que Borges afirma sentir con su patria, lejanía quizás un poco impostada -no lo sé- se hace patente, por ejemplo, en su actitud elegantemente provocativa cuando el 2 de junio de 1978, a la misma hora en que la selección argentina iniciaba frente a Hungría su participación en el Mundial de Fútbol -organizado y ganado por los trasandinos-, Borges dictaba en Buenos Aires una conferencia sobre la inmortalidad.  Ignoro cuántos de sus compatriotas privilegiaron oírlo a él antes que seguir expectantes el partido de su selección-.  

Pero es fácil imaginar la extravangacia de esta situación: mientras millones de argentinos hinchaban y se alegraban por la victoria 2-1 sobre los futbolistas magiares, el escritor elucubraba laberínticas y probablemente solitarias afirmaciones sobre una vida más allá de sus límites naturales.

Las palabras de Borges a Sery son claras.  Se ve a sí mismo un “europeo exiliado” antes que un ciudadano de latinoamérica.  Descree de Argentina, su país, tal como descree de los estados y de las sociedades en general (Argentina es un objeto más, aunque sin duda más directo, de su incredulidad y de crítica).  De manera más evidente, Borges se refiere a esta especie de escepticismo cuando confiesa lo siguiente: “Yo no creo en las sociedades, no creo en los Estados; son palabras necesarias, quizá, pero yo creo en el individuo.  Por fortuna el individuo existe, cada uno de nosotros es uno de ellos, y el porvenir, eso que se llama de una manera vaga, ambiciosa, la historia, depende de cada uno nosotros”. 

Este desapego del escritor argentino a todo aquello que tuviese carácter de colectivo lo asemeja, entre otros, al poeta portugués Fernando Pessoa (el lusitano entendía la libertad como la capacidad de mantenerse aislado).   Borges se aísla de Argentina, pareciera desprenderse de su nacionalidad, al menos de esos vínculos obligatorios que suelen ir asociados a la tierra en la que hemos nacido y crecido.  En temas de ciudadanía, el literato trasandino es casi un anarquista, pero uno de esos anarquismos que rehúye incluso las pretensiones absolutistas de los anarquismos más comunes.

Este se ve reflejado en el modo como se piensa políticamente a sí mismo: “Si yo estuviese en política sería anarquista.  Soy fundamentalmente un anarquista.  Estoy por un mínimo de Estado y un máximo de individuo”

 

Insisto, no es un anarquismo que apele al desorden –que a Borges le disgustaba- ni al menosprecio de la institucionalidad, sino más bien a salvaguardar al individuo frente al riesgo de avasallamiento que suele traer consigo aquello de índole más colectiva.  Pese a este sui generis “anarquismo” del autor bonaerense, no hay que olvidar que en uno de sus escritos de más joven  –me refiero a su “intencionario” La nadería de la personalidad-, Borges reconocerá el siguiente deseo:

“abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima…  Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal.   Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del aquí estoy yo que alienta en nosotros.  Lo que sí niego es que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida antítesis entre el yo y el no yo, y que ésta sea constante”.

A mi juicio, de acuerdo con lo que se desprende de estas palabras, Borges piensa literariamente y privilegia la obra antes que el escritor.  En ese sentido hay quizás que asumir su afirmación anterior.  Si bien conviene rescatar y destacar el hecho excepcional de que haya individuos, de que lo individual es un privilegio del ser humano, no es menos cierto que es necesario intentar poner al yo en segundo plano, “abatirlo”, como una forma de reacción respecto a quienes hacen de sí mismos el centro de su 

propia existencia.  Borges nos alerta de los peligros que conlleva la “egolatría romántica”, idea que se complementa con otras palabras del “intencionario” mencionado:

“el siglo pasado –alude al sigo diecinueve-, en sus manifestaciones estéticas, fue raigalmente subjetivo.  Sus escritores antes propendieron a patentizar su personalidad que a levantar una obra: sentencia que también es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan los fáciles rescoldos de sus hogueras.  Pero mi empeño no está en fustigar a unos ni a otros, sino en considerar el Viacrucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras de su yo”. 

Acentuar al individuo por sobre la sociedad y el estado no significa volverse un ególatra.  Borges era consciente del gran peligro que acecha, en particular, a los creadores: el inmenso riesgo de la vanidad y de suponer que el mundo gira en torno a ellos.  En su caso, esta actitud de ser ídolo para sí mismo no se observa, felizmente, quizás debido a que él tenía el suficiente sentido del humor -y del honor- como para dar excesiva relevancia al propio yo.  Según mi modesto entender, Borges fue muy serio a la hora de no tomarse demasiado en serio.  Lo cito: 

“La inteligencia de los europeos se demuestra por el hecho de que jamás me hayan dado el Premio Nobel…  ¡¿sabe usted por qué?!…  No hay escritor más aburrido que yo.  Es una gran equivocación que la gente me lea, porque ni a mí mismo me gusta lo que escribo y por 

eso ni yo mismo me leo…  Nunca me he leído.  Todo lo que he escrito, todo, no pasan de ser borradores… ¡borradores!… papeles sueltos…  No entiendo a las personas.  Y por ejemplo en esta biblioteca que usted ve ahí, no tengo libros míos…  ¿Para qué?”.    

Como se ve, Borges fue lo suficientemente lúcido y mordaz para alejarse de sus propios escritos, para no considerarse importante porque sus “apuntes” lograsen un éxito inesperado.  Prefería a ser leído por pocos, antes que por muchos.  Prefería ser un autor con pocos lectores y no un escritor best–seller, pues esto último, en su criterio, despersonalizaba al autor, lo volvía –paradójicamente- anónimo (la interpretación es mía).  Hay algo casi lúdico en sus reflexiones, en cuanto lo que dice puede ser comprendido como los decires de alguien al que le gustaba disponer del lenguaje para jugar a las escondidas haciendo paradojas.  Hay algo también inocente y sincero en sus afirmaciones, pues se observa a un escritor transparente que no duda de lo que duda y que duda de lo que no duda.  

La otra rama de una lejanía hacia lo que supongo unificaciones o reducciones indebidas en las que comúnmente cae el análisis literario, se manifiesta en la crítica visión que Borges tenía en relación con concebir la literatura como una representación de las propias fronteras.  Don Jorge Luis, al menos así lo afirma en “El escritor argentino y la tradición”, disentía de esta “idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce”

José Luis Borges Fotógrafa: Annemarie Heinreich 1967

…Nunca me he leído.  Todo lo que he escrito, todo, no pasan de ser borradores… ¡borradores!… papeles sueltos…  No entiendo a las personas.  Y por ejemplo en esta biblioteca que usted ve ahí, no tengo libros míos…  ¿Para qué?…

Pensar la literatura en términos locales, regionales, era para él un arbitrio, un capricho sin fundamentos de ninguna especie.  Borges rechaza este lugar común, que además estimaba como un defecto reciente, con un argumento, a mi juicio, consistente:

“Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés.  El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”.  Es decir, para el escritor argentino no existe la literatura local, existe la literatura a secas, o sólo con los apellidos de la calidad, la buena o la mala literatura.  En respuesta a una pregunta que alguna vez se le hizo, Borges declaraba no saber qué es eso de la literatura latinoamericana.  No sin ciertas razones, me anima imaginar que Borges quizás sonreiría complacido al saber que Max Aub le llamó, intencionalmente por cierto, un “escritor suizo”.  Seguramente le hubiese gustado tal calificación, no sólo por su distanciamiento hacia Argentina, sino además por su amor a Ginebra, ciudad en la que pasó años importantes de su infancia y en la que finalmente murió.

Ahora bien, ¿existe una tradición argentina?, es una pregunta que toca a Borges.  Si existe no es algo singularmente argentino y –es lo que creo- a lo mejor él bromearía que si fuese argentina quizás no existiría.  Simplemente esa tradición responde a la tradición de toda la cultura occidental.  En el ya aludido texto El escritor argentino y la tradición, Borges señala lo siguiente: “este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo.  Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la

José Luis Borges Porta Medium wondr.medium.com

mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro.  Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano.  Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios…  Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. 

Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales políticos, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños”

La cita es larga, pero insoslayable.  Los temas de un escritor son universales, aunque ni siquiera sea ése su propósito. Por ende, no existe una literatura puramente local y tampoco debiese tener tales pretensiones.  Si bien, y la idea es mía, un escritor posee una nacionalidad, no hay razón para suponer que la nacionalidad posee al escritor, menos aún en 

el caso de Borges que llegó a declarar que Argentina “no existe. Éticamente no existe. Es pura jactancia.  Los argentinos, en especial los porteños, son superficiales, frívolos, esnobs. Políticamente, Argentina no cuenta …”.   

 

Insisto en lo anterior.  Los escritores han de rehuir el intento de hacerse universales.  La universalidad de una obra literaria ha de ser el resultado indirecto de un empeño menos pretencioso por parte de su autor.  Un yo que quiere ser universal posiblemente nunca lo logre.  En cambio, cuando no se tiene esta ambición, la universalidad se vuelve una realidad posible.  La ambición a pequeña escala, en cualquier ámbito, es posiblemente el primer peldaño de una obra grande.

Hay, por cierto, mucho humor e ingenuidad explícitas e implícitas en los escritos y en las declaraciones públicas de Borges, quizás porque se miraba a sí mismo sin ninguna gravedad, como un niño asombrado de la importancia que un grupo de adultos le dedica en un momento determinado: 

“…soy sólo un soñador, un viejo poeta inofensivo. Soy un ciego internacionalmente reconocido que, en consecuencia, no lee los diarios y tiene poca gente a su alrededor” . 

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